Por Caius Apicius
Madrid, 18 jun (EFE)
.- Desde que el género humano siente
la, al parecer, ineludible necesidad de chapuzarse en agua dulce
o salada, afición por otra parte bastante reciente, una nueva
división lo separa: la que enfrenta a los partidarios de
bañarse en el mar y a quienes prefieren hacerlo en una piscina.
En lo que a mí respecta, y dadas las nulas capacidades natatorias
con las que me dotó la Naturaleza, que no me hacen renunciar
al chapuzón, encuentro más agradable bañarme
en el mar, a poder ser en las frías aguas de Galicia; pero
reconozco que la arena, que hace que uno se sienta rebozado como
una croqueta en trámite de freírse, es una de las
pegas más sólidas que pueden ponerse a la playa; porque
la de la masificación es aplicable, en general, a playas
y piscinas.
Ahora bien, me declaro incondicional partidario
de que naden en el mar, y no en piscinas, los seres que han nacido
para nadar, esto es, los peces. Es decir: que, a la hora de comer
pescado, prefiero el que ha vivido en aguas libres al que ha crecido
en una pileta de piscifactoría. Conste que sé que
la acuicultura es el futuro, y que entre no comer pescado y comer
uno `de granja` siempre será preferible lo segundo; reconozco
que defender la acuicultura es `políticamente correcto`,
sí, pero... si puedo, consumo pescado `salvaje`. He dicho
que la acuicultura es el futuro. Bueno, sí, pero también
tiene un largo pasado. Ya los romanos -¿quiénes, si
no?- criaban determinadas especies de peces en estanques, y en estanques
muchas veces de agua dulce. Mújoles, morenas, doradas, lubinas...
Detengámonos en éstas, que guardan uno de los sabores
más delicados que ofrece el mar.
Hoy abundan las lubinas de piscifactoría.
Todas igualitas, del mismo tamaño, de las `de ración`.
Ya las criaban, decimos, los romanos; al menos, eso explica el gaditano
del siglo I de nuestra Era Lucio Junio Moderato Columela, que da
en su monumental obra `De los trabajos del campo` muy sabias instrucciones
para el éxito en la acuicultura. Pero ya Columela advierte
que los paladares romanos más educados rechazaban a los `lobos
de río`, que era como llamaban a estas lubinas en contraposición
al `lobo de mar`; recuerden que `lubina` viene de `lobo`, y así
se llama en inglés -`seawolf`- y en francés -`loup`-.
Los romanos, cuentan Horacio y Plinio, "sólo admitían
las lubinas pescadas entre los dos puentes, que hubiesen luchado
contra la corriente del Tíber". Los dos puentes eran
el Milvius y el Sublicius, en Roma.
Como el lobo terrestre, la lubina es un
voraz predador, aunque, a diferencia de aquél, sólo
es gregaria cuando es joven. En libertad, y si vive lo suficiente,
puede llegar a pesar más de ocho kilos. En piscina, ni de
lejos. Y conste que me encantan las robalizas -lubinas `de ración`-
que se pescan -yo mismo, de chaval, lo hice- en las proximidades
del Seixo Branco, en la ría de La Coruña. Son lubinas
pequeñas, sí, pero de aguas muy batidas, carnes firmes
y sabor delicioso. Sabor delicioso... Tenue, además; por
eso, y aunque la lubina haya merecido grandes y complicadas recetas
en la gran cocina universal -destaquemos la clásica lubina
al hinojo, la lubina al champagne o la lubina a la pimienta verde
de Pedro Subijana-, yo suscribo lo escrito por mi paisano `Picadillo`
allá por 1905: "tanto este pescado como el rodaballo
(...) son de un gusto delicado y de una finura extraordinaria; por
eso en la cocina no se emplean más que cocidos, pues prepararlos
de otra manera es hacerles perder gran parte de su mérito".
Exagera un poco, pero razón no le falta.
En efecto, como más me gusta la
lubina es así. Unos buenos lomos, sin espinas, claro está,
pero con su piel, que es el carnet de identidad de muchos pescados.
Hablando de pieles, fíjense en que los fraudes habituales
-dar, por ejemplo, perca del Nilo como `filetes de mero`, o confundir
pez espada con algún escualo- se cometen con pescados desprovistos
de su piel; ténganlo en cuenta al ir a la pescadería.
Bien, pues esos lomos, salados un cierto tiempo antes -al pescado
hay que dejarle que tome la sal, y no echársela en el último
momento-, cocidos brevemente, pero tampoco dejándolos crudos,
y mejor al vapor, irán al plato, siempre con su piel, en
la armónica compañía de unas patatitas bien
blancas cocidas también al vapor y con el único añadido
de un hilo generoso de un gran aceite virgen. Un buen blanco en
las copas... y recuerden a Columela.
Eso sí: la acuicultura es el futuro. Pero, mientras quede
algo de presente, procuremos disfrutarlo, y miremos a la playa,
al mar, mejor que a la piscina.
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