Por Caius Apicius
Madrid, 3 sep (EFE)
.- Quien haya leído `Veinte mil
leguas de viaje submarino`, de Julio Verne, recordará que
el capitán Nemo frecuentaba con su `Nautilus` las aguas gallegas,
en concreto el fondo de la ría de Vigo, en Rande, para llenar
periódicamente sus arcas con el oro de los galeones españoles
allí hundidos en octubre de 1702.
Bien, pues según parece, aunque Verne no nos lo cuente en
la que quizá sea su obra más leída, Nemo fondeaba
también en aguas coruñesas con un objetivo muy distinto:
proveerse de su manjar favorito, que no era otro que los percebes
y, concretamente, los percebes de las peligrosas rocas cercanas
a la viejísima Torre de Hércules.
No se puede negar que Nemo tenía muy buen gusto. Efectivamente,
esos percebes son de auténtica exposición. La verdad
es que a lo largo de la costa coruñesa, desde el cabo Vilán
al de Ortegal, se dan los mejores percebes imaginables. ¿Por
qué precisamente allí, y no en otras aguas? Cuestión,
nos explican, de corrientes, que influyen en la temperatura, la
salinidad y hasta la densidad del agua marina; tal vez el hecho
de que por allí se unen Atlántico y Cantábrico...
vaya usted a saber.
El percebe es, para mucha gente, el no va más del marisco.
Aunque su aspecto no lo denote claramente, es un crustáceo;
un crustáceo la mar de raro, pero crustáceo. Pasa
su primera juventud en plan larva errátil, pero se cansa
pronto de ver mundo y, al adoptar su forma adulta, decide echar
raíces; elige una peña... y ahí se queda para
siempre.
Enemigos naturales tiene pocos, la verdad. El hombre, desde luego;
pero hay peces, como el sargo, que son aficionados a los percebes
y tienen dientes capaces de romper su correosa envoltura externa.
Así saben luego los sargos grandes: a gloria bendita.
El percebe necesita mar batida, esto es, aguas limpias y bravas.
Para ser excelso debe vivir en un sustrato rocoso, no arenoso; los
percebes próximos a las playas pueden tener arena en su interior.
Para crecer como es debido, precisan que les dé el sol con
regularidad; los percebes `de sombra`, que viven en los agujeros
de las rocas, son largos y flacos, fofos. Y también necesitan
lluvias: parece ser que el agua dulce estimula su crecimiento que,
por otra parte, es bastante rápido.
Cuando se dispongan a enfrentarse a una buena fuente de percebes,
no dejen de tomar sus precauciones. En primer lugar, cerciórense
de que son, efectivamente, gallegos; uno no es para nada chovinista,
pero la verdad no tiene más que un camino. Luego, tengan
en cuenta que no por ser grandes son mejores; los mejores son los
que tienen un buen equilibrio ancho-largo, o sea, gruesos y ni largos
ni cortos.
Cuézanlos en agua con un puñado de sal gorda, marina
a poder ser. No les pongan laurel, a no ser que no sean de las aguas
antes citadas: no les hace falta. Esperen que el agua hierva; echen
los percebes -tampoco demasiados cada vez- y esperen que el agua
retome el hervor. En ese momento, fuera. Escúrranlos, pónganlos
en una fuente, tápenlos con un paño blanco... y a
la mesa, bien calientes, que es como dan lo mejor de sí mismos.
Tengan en cuenta que el jugo rojizo que suelta el percebe al abrirlo
debe ir a la boca, no a la camisa, y menos aún a la del comensal
de enfrente: o sea, que ábranlos por debajo, nunca por arriba.
No gasten palabras mientras queden percebes en la fuente: perderían
turno. Ya los comentarán al final, con el último trago
de Albariño, que es el vino que de verdad les va.
¿Que son caros? Hombre, baratos, lo que se dice baratos,
no son. Además, deben ustedes desconfiar de las gangas: pueden
proceder de Marruecos, o de Mauritania. Son, sí, percebes,
pero... están a años luz de los desvelados por la
luz del viejo faro de la Torre de Hércules.
Uno tiene para sí que un percebe gallego, de Camelle, Cedeira,
Corme, Laxe, Ortegal, el Roncudo, las Sisargas o la Torre de Hércules
-los lugares se citan por riguroso orden alfabético-, es
un manjar perfecto en sí mismo, cocinado como hemos indicado.
Hasta hoy no le ha convencido nada ningún intento de prepararlos
o presentarlos de otra manera, por muy creativa que sea. Hay cosas
que es mejor no tocar, que están bien como están y
que no se pueden mejorar.
Lo sabía muy bien el enigmático capitán Nemo,
por lo visto. Y, ahora que lo pienso, ¿no serían los
percebes, y no Gerión, los causantes de que el mismísimo
Hércules viajase hasta el tómbolo coruñés
para desempeñar uno de sus fabulosos trabajos? Ya sabía
el héroe lo que se hacía.
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