¿Tenemos una cita?:

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yerbabuena
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Re: ¿Tenemos una cita?

Mensaje por yerbabuena » Mar 02 Feb 2010 16:54

Me vas a hacer al menos volver a ver la peli, eh? :D :D
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Ayns, el problema es ése, que no veo tan claro que una opción sea ponerse del lado del corazón y la otra del de la razón... ni si eso se puede enfrentar así hablando de sentimientos :) yo pienso que sí, lo hacemos a diario, otra cosa son los escasos momentos que se nos presentan en que corazón y razón están unidos, el resto es un dejarse guiar (o llevar) por uno o por otra.
Mea culpa por no recordar bien el final de la película :coqueta: (siento no haber leído la novela)... no sé bien cómo cuenta ella las cosas cuando ya es mayor, ni qué lectura hacen luego sus hijos... pero aún teniendo en cuenta la época, el lugar, etc, creo recordar que no se plantea tan claramente que lo sensato fuera quedarse e irse fuera algo disparatado y pasional... no conozco el libro pero me parece que eso no le pega mucho a Clint Eastwood como director... igual no es muy sensato y causas más daños a terceros empeñándote en llevar una vida que no quieres llevar.
No creo tampoco que dispongamos de una racionalidad pura, aséptica, incontaminada de sentimientos, vivencias, etc, con la que manejar estos temas.

Más que apoyarse en si es una elección sensata o disparatada, ella lo plantea como que no es capaz de hacerle eso a su marido y a sus hijos, que se verían señalados toda su vida por el abandono de ella, tienes razón en que quizá no existe una racionalidad libre de sentimientos, la decisión de Francesca está fundamentada en que quiere a su marido y a sus hijos, y no quiere hacerles daño. Por otra parte, en su carta póstuma, Francesca les confiesa a sus hijos que no sabe si hubiera podido permanecer con ellos si no hubiera sido por Robert, fue su recuerdo lo que le permitió no salir un día huyendo de allí.…

... pero eso es sobrevivir en función del recuerdo, vivir una vida vicaria, no en primera persona, en presente…

Ella vive coherentemente con la decisión que toma, no culpa a nadie de no haberse ido con Robert. Yo me imagino que si no hubiese vivido en paz y haciendo felices a su marido y a sus hijos, su sacrificio y el de Robert no hubieran valido de nada.

Es decir, que ella vive “en paz” pero a la vez hablas de su sacrificio…
Y qué peligro le veo a esto del sacrificio… ¿hay que sacrificar la felicidad de unos en función de la de otros?... ¿Vale más la de unos que la de otros? ¿la de su marido que la del fotógrafo? porque no creo que la felicidad de sus hijos la asegure por seguir con su marido.

Está bien, creo que la solución es que la vuelva a ver :D
Si hago la misma lectura que tú no me habrá gustado tanto pero si hago otra vuelvo aquí y te lo cuento :wink:
samararia escribió:Uy, que rollera me pongo, es que esta historia me gusta mucho. El libro es bueno y la película es excelente :D :D
:D Rollo de verdad el mío, que encima me enrollo sobre lo que no recuerdo :porfavor:

:beso: :beso: :beso: data-ad-format="auto" data-full-width-responsive="true">

girsus
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Re: ¿Tenemos una cita?

Mensaje por girsus » Jue 04 Feb 2010 11:02

Ja,JA, ja
Veamos empiezo el dia con una cita para vosotras a ver que os parece:

Si el hombre procurase ser tan bueno como procura parecerlo, conseguiría su objetivo.
Cristina II

No me pregunteis quien es la susodicha ok?
Saludos matutinos

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Re: ¿Tenemos una cita?

Mensaje por lolamar » Jue 04 Feb 2010 11:29

Muy buena girsus :up:

Yo también os dejo una, de amaneceres, que es lo que pega a estas horas :wink:

Sangrando por los cuatro costados, el horizonte pare con cesárea una jornada que, al cabo, no habrá merecido la pena. Me extraigo de mi camastro, completamente desvitalizado por un sueño siempre al acecho de todo lo que se mueve. Corren tiempos duros: aquí nadie está libre de una desgracia.

Es el principio de la Trilogía de Argel, de Yasmina Khadra, que me dejó tan impactada nada más empezarlo que aquí sigo, leyéndolo por los vagones del metro y pensando cómo se puede tener una ironía taaaan amarga y describirla taaaan bien como lo hace este hombre. Vamos, todo un descubrimiento gracias a recomendaciones de este foro :D :beso:

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Re: ¿Tenemos una cita?

Mensaje por yerbabuena » Jue 04 Feb 2010 13:11

girsus escribió:Si el hombre procurase ser tan bueno como procura parecerlo, conseguiría su objetivo.
Cristina II
:lol: :plas: :plas: :plas:
lolamar escribió:Sangrando por los cuatro costados, el horizonte pare con cesárea una jornada que, al cabo, no habrá merecido la pena. Me extraigo de mi camastro, completamente desvitalizado por un sueño siempre al acecho de todo lo que se mueve. Corren tiempos duros: aquí nadie está libre de una desgracia.
Jooo-lín pa por la mañana temprano :D

habrá que pillarle la ironía :wink:

:beso:

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Re: ¿Tenemos una cita?

Mensaje por girsus » Jue 04 Feb 2010 13:24

Pasate por las fotos que ahi si que hay ironia ya veras

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Re: ¿Tenemos una cita?

Mensaje por girsus » Vie 05 Feb 2010 11:31

Esta si que es muy muy buena
Ya veras que leccion nos da ahora mismo este tio Allá va:

Las citas son una manera de repetir erróneamente las palabras de otro.
Ambrose Bierce

Buenos dias de viernes para todas

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Re: ¿Tenemos una cita?

Mensaje por yerbabuena » Dom 07 Feb 2010 23:34

Popeye.............


....... pordió.........



¿pero éstos consuman o no consuman........... ? Imagen








:beso: :beso:

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Re: ¿Tenemos una cita?

Mensaje por girsus » Mar 09 Feb 2010 12:16

Hay va una cita para hoy

El matrimonio debe combatir sin tregua un monstruo que todo lo devora: la costumbre.

Honoré de Balzac

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Re: ¿Tenemos una cita?

Mensaje por girsus » Lun 01 Mar 2010 13:01

Hoy he encontrado por casualidad una cita que creo es interesante
Ademas aprovecho para saludaros a todas que hace tiempo que no os escribo por aqui

Un solo enemigo puede hacer más daño que el bien que se pueden hacer diez amigos juntos.
Jonathan Swift

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Re: ¿Tenemos una cita?

Mensaje por Popeye67 » Mar 06 Abr 2010 17:44

Perdón por resucitar este hilo, pero he de cumplir una promesa que hice a una buena amiga :beso: :beso:

Y también perdón por lo extensa de la cita... Por eso la pongo en un spolier. Por eso y porque es para mayores de 18 años :lol:
Spoiler: Mostrar
Él posó las manos en los hombros de ella, y su piel desnuda estaba fría al tacto. Cuando sus caras se aproximaron él se sentía lo bastante inseguro como para pensar que ella se escabulliría, o le cruzaría, como en una película, la mejilla con la mano abierta. Su boca sabía a barra de labios y a sal. Se separaron durante un segundo, él la rodeó con los brazos y se besaron de nuevo con mayor confianza. Audazmente, se tocaron la punta de la lengua, y fue entonces cuando ella emitió el sonido de desfallecimiento, de suspiro que, comprendió él más tarde, marcó una transformación. Hasta aquel instante, seguía habiendo algo absurdo en el hecho de tener tan cerca una cara conocida. Se sentían observados por la mirada perpleja de los niños que habían sido. Pero el contacto de lenguas, músculo vivo y resbaloso, carne húmeda sobre carne, y el extraño sonido que arrancó de Cecilia lo cambiaron todo. Aquel sonido pareció penetrarle, perforarle de arriba abajo de tal forma que el cuerpo se le abrió y pudo salirse de sí mismo y besarla libremente. Lo que había sido cohibición era ahora impersonal, casi abstracto. El sonido suspirante que ella hizo era ávido y a él también le inspiró avidez. La acorraló contra el rincón, entre los libros. Mientras se besaban ella le tiraba de la ropa, tiraba sin resultado de su camisa, de su cinturón. Sus cabezas giraban y se juntaban, y sus besos se volvieron mordisqueos. Ella le mordió en la mejilla, no del todo juguetonamente. Él se apartó, luego volvió a acercarse y ella le mordió fuerte en el labio inferior. Él le besó la garganta, empujando su cabeza contra las estanterías, y ella le tiró del pelo y le prensó la cara contra sus pechos. Hubo un tanteo inexperto hasta que él localizó un pezón, minúsculo y duro, y lo apresó con la boca. A ella se le puso rígida la columna vertebral, recorrida por un largo estremecimiento. Él pensó por un momento que ella se había desmayado. Tenía los brazos anillados en torno al cuello de él, y cuando ella aumentó la presión él se irguió en toda su estatura, buscando locamente aire para respirar, y la abrazó, aplastando la cabeza contra su pecho. Ella volvió a morderle y le tironeó de la camisa. Al oír el metálico impacto de un botón que cayó al suelo, tuvieron que reprimir la risa y mirar a otro lado. La comicidad les hubiera destruido. Ella le atrapó una tetilla entre los dientes. La sensación era intolerable. Él le ladeó la cabeza hacia arriba y, apretándola contra las costillas, le besó los ojos y le separó los labios con la lengua. La indefensión extrajo de ella otra vez aquel sonido, como un suspiro de desilusión.

Por fin eran desconocidos, su pasado quedaba olvidado. También para sí mismos eran desconocidos que habían olvidado quiénes eran o dónde estaban. La puerta de la biblioteca era gruesa y no les llegaba ninguno de los sonidos ordinarios que hubiesen podido recordárselo, que pudieran haberles contenido. Estaban más allá del presente, fuera del tiempo, sin recuerdos ni futuro. No había nada aparte de aquella sensación devastadora, emocionante y henchida, y del sonido de tela sobre tela y piel sobre tela mientras sus miembros se frotaban en aquel forcejeo incesante y sensual. Él tenía una experiencia limitada y solamente sabía de oídas que no necesitaban tumbarse. En cuanto a ella, aparte de las películas que había visto y las novelas y los poemas líricos que había leído, no tenía la más mínima experiencia. Pese a aquellas limitaciones, no les sorprendió la claridad con que conocían sus propias necesidades. Se estaban besando de nuevo, con los brazos de ella enlazados por detrás de la cabeza de él. Ella le estaba chupando la oreja y luego le mordía el lóbulo. Por acumulación, aquellos mordiscos le excitaron y le enfurecieron, le espolearon. Por debajo del vestido, tanteó en busca de las nalgas y las apretó fuerte, y le giró el cuerpo a medias para asestarle una cachetada de represalia, pero no había espacio suficiente para dársela. Con los ojos clavados en los de él, ella se agachó para quitarse los zapatos. Hubo más manoseos a tientas, botones que desatar y acomodos de los brazos y piernas. Ella no tenía la menor experiencia. Sin hablar, él le guió el pie hasta el estante inferior. Eran torpes, pero tan abnegados ahora que no sentían vergüenza. Cuando él le levantó de nuevo el vestido ceñido de seda, pensó que la expresión de incertidumbre en la cara de ella reflejaba la suya. Pero sólo había un final inevitable, y nada podían hacer para pararlo.

Sostenida contra el rincón por el peso de Robbie, ella volvió a enlazar las manos por detrás de su cuello, y descansó los codos en sus hombros sin dejar de besarle la cara. El trance, en sí mismo, fue fácil. Contuvieron el aliento antes de que la membrana se rasgara, y cuando lo hizo ella se zafó rápidamente, pero no emitió ningún sonido: pareció que se trataba de una cuestión de orgullo. Se aproximaron, se juntaron más hondamente y luego, durante varios segundos seguidos, todo se detuvo. En lugar de un frenesí extático, había inmovilidad. Estaban paralizados no por el hecho asombroso de haber llegado, sino por una sensación sobrecogida de retorno: estaban cara a cara en las penumbras, mirando fijamente a lo poco que podían ver de los ojos del otro, y ahora fue lo impersonal lo que cesaba. No había, por supuesto, nada abstracto en una cara. El hijo de Grace y Ernest Turner, la hija de Emily y Jack Tallis, los amigos de la infancia, los conocidos de la universidad, en un estado de gozo expansivo y sereno, afrontaban el cambio trascendental que habían alcanzado. La cercanía de una cara conocida no era absurda, sino maravillosa. Robbie miraba a la mujer, la chica a quien conocía de siempre, pensando que el cambio completo se había operado en él mismo, y era algo tan fundamental, tan fundamentalmente biológico como el nacimiento. Nada tan singular ni tan importante había acaecido desde el día de su nacimiento. Ella le devolvió la mirada, sorprendida por el hecho de su propia transformación, y abrumada por la belleza de una cara que la costumbre de toda una vida le había enseñado a pasar por alto. Susurró el nombre de él con la parsimonia de un niño que ensaya sonidos distintos. Cuando él respondió pronunciando el nombre de ella, sonó como una palabra nueva: las sílabas eran las mismas, pero el sentido era diferente. Por último, él dijo las dos sencillas palabras que ni el arte malo ni la mala fe pueden abaratar del todo. Ellas las repitió, con exactamente el mismo leve énfasis en la primera palabra, como si ella fuese la primera en decirlas. El no tenía creencias religiosas, pero era imposible no pensar que había una presencia o un testigo invisibles en la habitación, y que aquellas palabras pronunciadas en voz alta eran como las firmas de un contrato inmaterial.

Habían permanecido inmóviles durante un lapso de quizás medio minuto. Un plazo más largo habría exigido el dominio de algún formidable arte tántrico. Empezaron a hacer el amor contra los anaqueles de la biblioteca, que crujían a tenor de sus movimientos. Es bastante común en esos momentos fantasear con que accedes a un lugar alto y remoto. Él se imaginó paseando por una cumbre de montaña plana y redonda, suspendida entre dos picos más altos. Se hallaba en un talante de pausado reconocimiento, con tiempo para ir hasta una cresta rocosa y echar un vistazo al pedregal casi vertical por cuya pendiente habría de arrojarse enseguida. Era una tentación ahora saltar al espacio abierto, pero era un hombre de mundo y sabía alejarse y aguardar. No era fácil, porque le estaban arrastrando y debía resistir. Mientras no pensara en la cornisa, no se acercaría a ella y no estaría tentado. Se obligó a recordar las cosas más insulsas que conocía: betún de botas, una solicitud impresa, una toalla mojada en el suelo de su dormitorio. Había también una tapadera volcada de un cubo de la basura con un palmo de agua de lluvia dentro, y la mancha incompleta de un cerco de té sobre la portada de sus poemas de Housman. El timbre de la voz de ella interrumpió este precioso inventario. Le estaba llamando, invitando, murmurando al oído. Exactamente. Saltarían juntos. Ella estaba ahora con él, contemplando el abismo, y vieron cómo el pedregal se despeñaba a través de la capa de nubes. Cogidos de la mano, caerían hacia atrás. Ella lo repitió, cuchicheando en su oído, y esta vez él la entendió claramente:

—Ha entrado alguien.

Expiación (Ian McEwan)

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