Mensaje
por reix » Jue 11 Mar 2010 17:29
Volvió a su bañera de olas como el que vuelve a su celda después de la hora del desayuno y las tostadas rancias. Aún guardaba con llave en el punto inexacto que une retina y garganta el color de la vereda del no, la cantidad exacta de pecado, incluso el tono adecuado de voz. Casi a la vez que subía la marea comenzaron a crecerla canciones de dudas entre los dedos que se volcaban y caían violentamente sobre el agua, haciendo círculos concéntricos e hipnotizando toda la bañera. Pronto se llenaría todo de grumos y sería imposible respirar, sin embargo permanecía inmóvil, haciendo pie mientras lloraba y lamentándose del tacto anciano de sus dedos arrugados. Comprendiendo que no comprendía nada mientras pasaban los días, los amaneceres y las camas deshechas. Mientras su olor seguía anidando en cada diente de su cremallera. Quieta. Porque allí era el único lugar donde podía mirarse los ojos tranquila, darlos la vuelta en un primer intento de introspección y desencajarlos de sus cuencas en un segundo. Clip. Clop. Enfrentarlos como dos amantes y que se mirasen tranquilos el uno al otro, buscándose y entendiéndose. Evaporándose para poder ser el contrario de gelatina. Una forma de evacuar las posibles palabras aún con vida, antes de que la fuerza centrífuga lanzase los verbos marchitos contra la pared de cemento y plastilina. Dirigiéndose al dolor en jarras, sin poder evitarlo, mientras clavaba las uñas en las pupilas llenas de cuentos de sus ojos, matándose en el transcurso de la vida media de una luciérnaga y desempolvando culpas como enciclopedias viejas. Demasiado a menudo hacía daño abrir los ojos cuando todo dejaba de ser cosa de niños y todo reptaba en el subsuelo donde morían machacados contra el olvido todos los relojes de cuerda. A pesar de todo, o quizás por eso, se desvanecía el movimiento violento y paralelo y sus labios comenzaron a tomar tintes violetas, congelados y petrificados como en sus peores tiempos mientras la maraña de lentes, objetos, papeles y pensamientos la hundía como un plomo hacía el fondo de la bañera para acabar, como tantas otras veces, engullida por el desagüe, empapada de cal en carne viva y con un par de ojos rebotando como canicas, nerviosos, por las baldosas del baño hasta la parte baja de la cama donde morirían llenos de pelusas y amoratados de preguntas sin respuesta.