Sigue lloviendo confeti desde el piso de arriba, con efectos de nevada multicolor entre la luz de las bujías. Quitándose un guante, Lolita Palma retira unos papelillos de su copa y bebe despacio, a sorbos. Son muchas las máscaras que alcanza a ver desde donde está sentada: elegantes o no, delicadas, ingeniosas o vulgares; pero también gente vestida de diario, a cara descubierta. Y mientras pasea la vista por el salón, observando rostros e indumentarias, descubre a Pepe Lobo.
-¿Ése no es tu corsario? –pregunta Curra Vilches, que por casualidad ha seguido la dirección de su mirada.
-Sí, es él.
-¡Oye!... ¿Dónde vas?
Nunca llegará a saber Lolita Palma –aunque se lo preguntará el resto de su vida- qué la llevó esta noche de Carnaval en el café de Apolo a levantarse, para sorpresa del primo Toño y Curra Vilches, y acercarse a la mesa de Pepe Lobo al amparo del antifaz y la capa de dominó. Puede que sea la tercera copa de rosolí la que le inspira esa audacia; o tal vez la embriaguez por cuya orilla se desliza, tan libera y serena que afila sus sentidos en vez de embotárselos, provenga de la música, la nevada de papelillos de colores que llena de espacio corpóreo, irreal, entre las voces alegres y el humo de tabaco que flota en el aire, la distancia que los separa. El capitán de la Culebra está solo, aunque Lolita observa al acercarse que sobre el mármol de su mesa hay una botella y dos vasos. Viste la habitual casaca azul con botones dorados, abierta sobre un chaleco blanco y una camisa cuyo cuello rodea un ancho corbatín negro, y observa el ambiente del café con aire divertido, aunque un poco al margen; sin participar demasiado en la alegría que lo rodea. Al percatarse de una presencia cercana, Lobo alza la vista y ve a Lolita, justo en el momento en que ella se detiene. Los ojos verdes del marino, chispeantes a la luz de las bujías, la recorren de abajo arriba, hasta el antifaz y la capucha de seda negra que ella se ha subido mientras se acercaba. Luego vuelve a mirarla de arriba abajo. Es evidente que no la reconoce.
-Buenas noches, máscara –dice sonriendo.
El gesto, súbito, abre una brecha blanca entre las patillas espesas y morenas, en la piel atezada por el mar. Sin levantarse ni dejar de mirarla, Lobo se inclina un poco sobre la mesa, vierte aguardiente en su vaso y se lo ofrece a Lolita; y ésta, excitada por su propio atrevimiento –siente en ella las miradas horrorizadas de Curra Vilches y el primo Toño, que la vigilan de lejos-, lo acepta y lo lleva a los labios, bajo el antifaz, aunque apenas lo prueba: es un aguardiente fuerte, que quema la boca; con vago sabor a anís. Después le devuelve el vaso al marino, que sigue sonriendo.
-¿Eres muda, máscara?
Hay curiosidad en su tono, ahora. O interés. Lolita Palma, que se pregunta a quién pertenecerá el segundo vaso que hay en la mesa, permanece en silencio por miedo a que su voz la delate, con la agradable sensación de libertad, lindante con la osadía, que su disfraz le proporciona; y también con la certeza de que aquello no puede prolongarse mucho. Empieza a ser demasiado inconveniente. Y peligroso. Sin embargo, para su sorpresa, comprueba que está a gusto de esa manera, de pie ante la mesa de Pepe Lobo, mirándolo de cerca con descaro tras la protección del antifaz. Disfrutando de la proximidad de esos ojos que reflejan la luz, su cara de corsario crudo y guapo, la sonrisa paradójicamente seria y tranquila, tan masculina en su boca que ella siente deseos de tocarla. Lástima que no haya baile aquí, se dice atolondrada. No me importaría bailar, y es algo que puede hacerse sin hablar. Sin las incómodas palabras, que tanto atan y a tanto comprometen.
-¿No quieres sentarte?
Niega con la cabeza, a punto ya de volver la espalda. En ese momento ve al teniente de la Culebra, el joven llamado Maraña, que se acerca desde lejos, entre las mesas. De él era el otro vaso. Es hora de irse, confirma. De regresar con Curra Vilches y el primo Toño, al mundo de lo razonable. Sin embargo, iniciado ya el movimiento de retroceso, Lolita Palma hace algo impremeditado, de lo que ella misma se escandaliza. Dejándose llevar por el impulso que la hizo levantarse y venir hasta aquí, rodea despacio la mesa y la silla donde está sentado Pepe Lobo, y mientras pasa a su espalda desliza un dedo de la mano enguantada por los hombros del marino, rozando el paño de su casaca. Después, al irse, tiene ocasión de advertir, de soslayo, la mirada desconcertada que el hombre le dirige.
El camino hasta su mesa se hace interminable. A la mitad, siente una presencia a su lado, una mano que la toma por la muñeca.
-Espera.
Ahora sí que tengo un problema, piensa mientras se detiene y vuelve el rostro, repentinamente serena. Los ojos verdes están a una cuarta de los suyos, mirándola intensamente. Lolita lee en ellos curiosidad, y también asombro.
-No te vayas.
Ella sostiene su presencia próxima sin alterarse. El licor que circula suavemente por sus venas le facilita un arrojo y una sangre fría desconocidos hasta hoy. La mano del hombre, que aún no ha soltado su muñeca, es firme y la sujeta con la presión justa, sin oprimir demasiado. Reteniéndola más con el ademán que con la fuerza. Esa mano, piensa ella fugazmente, disparó contra Lorenzo Virués, dejándolo inválido para el resto de su vida.
-Suélteme, capitán.
Es entonces cuando Pepe Lobo la reconoce. Lolita puede seguir en sus facciones cada una de las fases del proceso: sorpresa, incredulidad, estupor, embarazo. La muñeca ha quedado libre.
-Vaya –murmura él-. Yo…
Por alguna oscura razón, ella disfruta de su momento de triunfo. De la confusión del hombre, cuya sonrisa se ha extinguido igual que si mataran de golpe una luz. Ahora él vuelve el rostro a uno y otro lado, pensativo, como si buscara comprobar cuánta de la gente que los rodea participa del engaño. Después la mira muy serio. Seco.
-Lo siento –dice.
Se diría un muchacho al que acaban de reprender, decide ella. Vagamente conmovida por cierta ráfaga de inocencia que ha creído advertir, un instante, en la expresión del corsario. Una breve mirada, tal vez. La manera casi infantil de abrir un poco más los ojos, desconcertado. Quizá miraba así de niño, piensa de pronto. Antes de marcharse al mar.
-¿Se divierte, capitán?
Ahora es él quien no responde, y Lolita siente una excitación interior, singular. La certeza de un vago poder sobre el hombre que tiene delante. Algo que parece diluido en sus atavismos de mujer, hechos de carne y de siglos. Observa la barba que, tras un afeitado de hace varias horas, empieza a despuntar, oscureciendo el mentón duro, sólido, entre las patillas que llega casi hasta las comisuras de la boca. Por un instante se pregunta a qué olerá su piel.
-Ha sido una sorpresa encontrarlo aquí.
-Pues imagínese la mía.
Los ojos verdes han recobrado su aplomo. Vuelven a chispear en ellos las bujías de la sala. Curra Vilches, suponiendo que algo no va como es debido, se ha levantado desde la mesa y viene hasta ellos. Lolita alza una mano, tranquilizándola.
-Todo está bien, cantinera.
La mirada de Curra va de uno a otro, interrogante, a través de los agujeros de su máscara.
-¿Seguro?
-Completamente. Dile al torero borrachín que voy a tomar un poco el aire… Hay demasiado humo aquí.
Un silencio. Después, la voz de la amiga suena estupefacta.
-¿Sola?
Imagina Lolita su boca abierta bajo la máscara de cartón con el mostacho pintado, y está a punto de echarse a reír. No es corriente embarullarle los papeles a Curra Vilches.
-Tranquilízate. Me escoltará el caballero.
El Asedio (Arturo Pérez-Reverte)