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Relato: Cenizas

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Respiro. Aún no puedo creer que sea capaz, pero respiro.
Abro las aletas de la nariz y aspiro con profundidad, el polvo que revolotea me obliga a toser con todas mis fuerzas haciéndome escupir una gelatinosa flema grisácea al suelo. La garganta reseca pica y escuece, y no puedo casi tragar, pequeñas motas ásperas irritan cada milésima. Trato de apoyar la mano contra el suelo para levantarme pero un dolor agudo me hace caer contra el suelo. Observo bajo una fina capa de ceniza la sangre que chorrea en un denso hilo, produciendo con la mezcla un lánguido color sobre la piel, produciéndome un tacto tan desagradable que me dan ganas de vomitar. La ropa, igual que la calzada, está totalmente cubierta por una manta de pegajosa ceniza.

Desde el otro lado de la calle un hombre mayor, rociado con la misma agrisada apariencia, avanza en mi dirección echando el peso de su cuerpo a un lado por la visible cojera que presenta su pierna, desgarrada de arriba abajo.
-¿Qué ha pasado? –le pregunto balbuceante, aún desorientada.
-Una avioneta se ha estrellado contra un poste de la luz – me contesta aún con la impresión del miedo reflejada en su cara.
-¿Por qué? –el viejo mira al cielo con recelo, temeroso de que se pueda volver a producir.
El cielo presenta una boina espesa de humo y polvo. La imagen anuncia un desastre.

Me duele todo el cuerpo como si tuviera un único moratón en cada resquicio de mi ser. El cargado aire nos dificulta respirar y ambos tenemos que toser cada poco para sacar de nuestros conductos las partículas que flotan en el ambiente. Una borrosa nube vuela entre nosotros como mensajero de las malas noticias que pronto conoceremos.

-¡Ayuda!
Al el final de la calle vemos a través de la rendija que muestran dos coches volcados, uno encima del otro, el brazo de alguien que pide auxilio en un débil movimiento.
-Tenemos que ayudarle –le indico al hombre, olvidándome por un momento el dolor que debe estar soportando, la cojera es cada vez más pronunciada, pero estoy tan asustada que no quiero acercarme sola al lugar, por temor a que vuelvan a caer sobre nuestras cabezas objetos todavía imposibles de reconocer.
Con paso ligero me adelanto viendo que el brazo que asoma a cada segundo aminora el balanceo.
Cuando llego me doy cuenta que se trata de una mujer de mediana edad vestida inoportunamente con un vestido que se le ha bajado hasta la nuca dejando toda su ropa interior al descubierto. Su cuerpo está retorcido dentro del amasijo de chapa arrugada, me asombro de que aún sea capaz de continuar con vida. Me apresuro para que la suerte de haber sobrevivido no acabe en un vano intento.
-Deme la mano –casi no llego a sujetarle, el brazo apenas cabe por la estrecha hendidura del cristal. Veo a la mujer estirar el brazo tanto como puede pero el cinturón de seguridad le bloquea cualquier movimiento y apenas nos rozamos los dedos.
-¡Correr! –unos gritos fuera nos interrumpen. Decenas de personas corren calle abajo. Me levanto buscando el motivo por el que huyen y veo la lengua ardiente caer desde lo alto de la cima. El hombre, que estaba apoyado contra el coche descansando, me mira en una triste despedida, su pierna no será capaz de salir de allí antes de que la lava nos bañe a todos por completo. Con paso lento regresa a su casa. No tengo tiempo de intentar convencerle de que al menos lo intente, simplemente dejo que se vaya. Un nudo me aplasta la tráquea, cortando el chorro de lágrimas que me dan ganas de dejar salir. Pero no hay tiempo.
-¡Tenemos que salir de aquí! –le insto a la mujer. Ella todavía no sabe la razón por la que todo el mundo corre atemorizado, pero se imagina que algo debe estar sucediendo.
-¿Qué ocurre…? –casi no se atreve a preguntar.
-No hay tiempo –estiro el brazo más allá de lo que los cristales rotos me dejan, desgarrando la piel que cubre el antebrazo. Me duele, me duele mucho, pero no soy capaz de abandonarla a ella también. Debo seguir. En un último empuje consigo llegar hasta el botón del cierre del cinturón de seguridad, y apretándolo el cuerpo de la mujer cae como un plomo sobre la guantera, clavándose el volante en una cadera.
-¡Vamos! –le grito casi a punto de abandonarme en la huida como el resto.
Ella levanta el manillar que abre la puerta y torpemente consigue que se abra a un lado. Mientras sale a través del irregular agujero de la puerta del conductor, me ato alrededor de la reciente herida una tira de tela de mi blusa, la sangre sale a borbotones. Por un segundo me arrepiento de haber ayudado a la mujer, quizá no llegue a contener bien taponada la raja y me desangre antes de guarecerme en lugar seguro.
La mujer, nada más tocar el suelo, sigue a los que corren en estampida a lo largo de la calle.
-¡Será pu…! –me deja allí, aún maniobrando la tela sobre mi brazo.

Ando muy lentamente, correr es imposible. Los pulmones, saturados de polvo y ceniza, casi no me dejan aspirar, y convulsiono a cada paso que doy en una fatigosa tos. La visión se nubla, las personas que hay delante mía cada vez están más lejos y poco a poco, sin darme cuenta, estoy más cerca del suelo. Con la espalda encorvada y los ojos medio cerrados, siento el calor de la calzada en la cara, hasta estar tumbada sobre la cama de grisácea sustancia. Con la cabeza ladeada y la respiración cada vez más apocada, el mundo se desvanece ante mí.

-La nube de ceniza y el caos aéreo provocado por el volcán islandés Eyjafjöll, bajo el glaciar Eyjafjallajokull, suponen unas pérdidas para el sector turístico en Europa de 2.300 millones…Alguien ha encendido el televisor. ¿He abierto los ojos? Algo me lo impide. Llevo las manos a la cara, hay algo que me impide ver, me doy cuenta que una áspera y reseca venda cubre mi cabeza. Comienzo a agobiarme, quiero ver quién está ahí, alguien está a mi lado y no sé quién es. Si le conozco o no, no lo puedo saber.
-No te muevas –no reconozco la voz que se dirige a mí. Creo que es la primera vez que la escucho.
Intento hablar pero un tubo atraviesa la garganta avanzando hasta los pulmones. ¿Qué me ha pasado?
Quien creo que es una enfermera se acerca hasta mi camilla y maniobra sobre lo que creo que es un tubo de plástico. Me debe haber subido la dosis de calmantes. El sueño se apodera de mí.

Aún no puedo reconstruir la imagen de lo ocurrido. Aunque nadie me ha preguntado tengo miedo de recordar, y volver a sentir el dolor de la muerte.
Sé que morí, y volví a renacer. Milagrosamente mi nombre aparece en las listas de víctimas que sobrevivieron al caos. Pero ahora no parece interesar nuestros casos. Permanecemos en el olvido, dando paso a escuchar repetidamente la historia del gran caos aéreo, de los viajes que han tenido que ser cancelados.
Mi casa y la de todos mis vecinos descansan bajo los restos de lava, pero a nadie parece importarle.




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