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¿Tenemos una cita?

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Guest Popeye67

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Cultura y Depresión. El País. 08/11/2008.

No sé por qué, estos días de gripe me viene constantemente a la cabeza este texto de Walter Benjamin, escrito en plena Gran Depresión y ya con el pálpito de la inminente guerra mundial, pero referido a la indigencia cultural de ese momento histórico, un momento en el cual aún los libros parecían representar un depósito de sabiduría del cual los hombres podían echar mano, gracias a la tradición, en tiempos de crisis: "Una pobreza totalmente nueva ha caído sobre el hombre al mismo tiempo que este enorme desarrollo de la técnica (...). Sí, confesémoslo: nuestra pobreza de experiencia no se debe solamente a que seamos pobres en experiencias privadas, sino que se trata de la experiencia de la humanidad en general. Es una forma nueva de barbarie". Supongo que será una consecuencia de la situación económica, de las amenazas bélicas que se perfilan en el horizonte y de la oleada de tristeza que ya los críticos culturales venían detectando en la atmósfera fílmica, musical y narrativa de los últimos meses, pero se me ha ocurrido una pregunta enloquecida y disparatada: ¿y si en el mundo de la cultura sucediera como en el de los negocios, que estuviéramos jugando con valores puramente especulativos y elevando artificialmente en la bolsa del espectáculo el precio de unas mercancías muy averiadas y poco fiables? Sé que es una hipótesis descabellada, pero la culpa de estas ocurrencias no es solamente de la gripe o de la nostalgia, sino de todos los propagandistas que llevan años jaleando el "valor económico" de los bienes culturales, y que han insistido hasta hacer de la cultura un área de negocios comparable a cualquier otra y medible por el rasero común a todas: por los millones que mueve (expresión que he de reconocer que siempre me causa gran desazón, porque me imagino a un señor de traje oscuro moviendo penosamente una masa de maletas llenas de billetes de una parte a otra del mundo y sin saber en absoluto para qué). Mira que si -me decía yo en mi delirio- hubiésemos inflado engañosamente el valor de algunos productos de cultura mientras veíamos disminuir la importancia del escaso patrimonio de obras que representan una experiencia de vida y encierran una genuina riqueza de saber acerca de la existencia humana; ¿qué pasaría si un día explotase la "burbuja literaria" o cultural en general y la bancarrota de las grandes fortunas amasadas a fuerza de créditos volátiles, éxitos fáciles y ganancias rápidas sin respaldo real arrastrase en su caída lo poco que habíamos conseguido salvar de escrituras y trabajos sustentados en una labor artística e intelectual verdaderamente resistente a los vendavales del mercado de las letras y las artes? Porque, hasta donde yo sé, no hay ningún fondo de garantía de depósitos culturales. Un par de aspirinas después, he regresado aliviado a la realidad. Me he acordado de la cámara acorazada del Instituto Cervantes, he conocido el informe de Álvaro Marchesi sobre la calidad de nuestras instituciones de enseñanza, me he enterado de que el Festival de Sitges ha dado un premio a Jean-Claude Van Damme y de que las secuelas de El código Da Vinci están aseguradas en nuestro país para otras dos décadas. No cunda el pánico, pues, y no corran a las librerías a retirar lo poco de valor que quede en ellas, no sea que tengan que cerrar ante la demanda de Kafkas.


José Luis Pardo


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  • 2 semanas después...

Tu risa

Quítame el pan, si quieres,
quítame el aire, pero
no me quites tu risa.

No me quites la rosa,
la lanza que desgranas,
el agua que de pronto
estalla en tu alegría,
la repentina ola
de plata que te nace.

Mi lucha es dura y vuelvo
con los ojos cansados
a veces de haber visto
la tierra que no cambia,
pero al entrar tu risa
sube al cielo buscándome
y abre para mí todas
las puertas de la vida.

Amor mío, en la hora
más oscura desgrana
tu risa, y si de pronto
ves que mi sangre mancha
las piedras de la calle,
ríe, por que tu risa
será para mis manos
como una espada fresca.

Junto al mar en otoño,
tu risa debe alzar
su cascada de espuma,
y en primavera, amor,
quiero tu risa como
la flor que yo esperaba,
la flor azul, la rosa
de mi patria sonora.

Ríete de la noche,
del día, de la luna,
ríete de las calles
torcidas de la isla,
ríete de este torpe
muchacho que te quiere,
pero cuando yo abro
los ojos y los cierro,
cuando mis pasos van,
cuando vuelven mis pasos,
niégame el pan, el aire,
la luz, la primavera,
pero tu risa nunca
por que me moriría.

Pablo Neruda (Los versos del Capitán)

Otra versión de este poema...



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Una lectora

"En el metro, de vuelta a casa a la hora de comer, una mujer joven va leyendo La noche de los tiempos, en el extremo de la fila de asientos que hay frente a mí. Está a una cierta distancia, pero distingo la ilustración de la portada. Es una chica joven, de unos veintitantos años, aunque no le veo la cara, porque desde donde yo estoy se la tapa el pelo liso y castaño, y porque la tiene sumergida en el libro. Le quedan muy pocas páginas por leer. Buena señal, me digo, al menos no lo ha abandonado, siendo tan largo. Por el altavoz se oyen los nombres de las estaciones. La gente sube y baja en cada una de ellas. La lectora en ningún caso levanta los ojos del libro. Cuando el tren frena al llegar a la estación me despido en silencio de ella, preguntándome cómo son en su imaginación las escenas finales que yo veía tan claras en la mía, la luz encendida en una casa vista de lejos en un bosque.

Se nota que acaban las vacaciones, porque hay mucha más gente en los trenes y en las escaleras mecánicas. He posado la mano en la baranda de goma y al mirar hacia arriba descubro que por delante de mí sube inmóvil mi lectora: pantalón vaquero, sandalias con plataforma, una camiseta amarilla ajustada, el pelo castaño no muy largo, el perfil de nuevo sumergido en el libro. No deja de leer cuando llegamos a un pasillo que termina en otra escalera mecánica. Esta es mucho más larga, y me da tiempo a pensar en la posibilidad de dirigirme a ella, de preguntarle si le gusta la novela, si quiere que se la dedique. Estoy a punto pero no lo hago. Sería una intromisión, en el fondo un gesto de vanidad. “Perdone que la interrumpa. Soy el autor de esa novela que va usted leyendo. ¿Quiere que se la dedique?”

En el vestíbulo superior, justo antes de los torniquetes de salida y entrada, hay un puesto publicitario del Círculo de Lectores, con vendedores jóvenes a los que procuro eludir cada vez que paso por allí, aunque son muy arrojados, muy tenaces. Habrá que ver lo que les pagan por cada socio que consigan. Se acercan y te preguntan, con cierta impertinencia,”¿te gusta leer?”. No sé si me convence esa promoción tan directa. Yo suelo mirar a otra parte, y en todo caso muevo la cabeza diciendo que sí y sigo mi camino, sin hacer caso cuando me dicen si quiero llevarme la revista, que es gratis.

La lectora ha llegado al final de la escalera mecánica y camina en línea recta hacia la salida, sosteniendo todavía el libro, leyéndolo, muy cerca ya del final. Conoce tan bien este camino que lo recorre casi sin mirar. La vendedora joven y alegre con la camiseta del Círculo de Lectores se le acerca y le pregunta, “¿te gusta leer?” y ella hace un gesto rápido de que la dejen en paz y sigue adelante. “Pues gustarle si parece que le gusta”, dice la vendedora con aire de desaliento, mirando hacia mí, aunque yo eludo el cebo de esa mirada, como cuando hay alguien en la acera pidiendo firmas para algo.

Entre la gente, más lejos, veo a mi lectora, que está empujando la puerta de salida, siempre de espaldas a mí, quizás todavía con el libro en la mano. Subo a la calle y está parada, guardando la novela en un bolso. Echo a andar muy rápido en dirección contraria. Me vuelvo un momento desde la esquina y ahora está hablando por un móvil, la cara medio tapada por el pelo, por las gafas de sol que se ha puesto al llegar a la calle."

Antonio Muñoz Molina


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  • 2 semanas después...

Pues eso, cada loco con su tema...

"Todas las tardes al volver del colegio tenían los niños la costumbre de ir a jugar al jardín del gigante.

Era un gran jardín solitario, con un suave y verde césped. Brillaban aquí y allí lindas flores sobre el suelo, y había doce melocotoneros que en primavera se cubrían con una delicada floración blanquirrosada y que, en otoño, daban hermosos frutos. Los pájaros, posados sobre las ramas, cantaban tan deliciosamente, que los niños interrumpían habitualmente sus juegos para escucharlos.

-¡Qué dichosos somos aquí! -se decían unos a otros.

Un día volvió el gigante. Había ido a visitar a su amigo el ogro de Cornualles, residiendo siete años en su casa. Al cabo de los siete años dijo todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió regresar a su castillo. Al llegar, vio a los niños que jugaban en su jardín.

-¿Qué hacéis ahí? -les gritó con voz agria.

Y los niños huyeron.

-Mi jardín es para mí solo -prosiguió el gigante-. Todos deben entenderlo así, y no permitiré que nadie que no sea yo se solace en él.

Entonces lo cercó con un alto muro y puso el siguiente cartelón:

QUEDA PROHIBIDA LA ENTRADA
BAJO LAS PENAS LEGALES
CORRESPONDIENTES



Era un gigante muy egoísta.

Los pobres niños no tenían ya dónde jugar. Intentaron jugar en la carretera; pero la carretera estaba muy polvorienta, toda llena de duros guijarros, y no les gustaba. Solían pasear cuando terminaban sus clases alrededor del muro para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.

Entonces llegó la primavera y en todo el país hubo pájaros y florecillas. Sólo en el jardín del gigante egoísta continuaba siendo invierno. Desde que no había niños, los pájaros no tenían interés en cantar y los árboles se olvidaban de florecer. En una ocasión una bonita flor levantó su cabeza sobre el césped; pero al ver el cartelón se entristeció tanto pensando en los niños, que se dejó caer a tierra, volviéndose a dormir.

Los únicos que se alegraron fueron el hielo y la nieve.

-La primavera se ha olvidado de este jardín -exclamaban- Gracias a esto vamos a vivir en él todo el año.

La nieve extendió su gran manto blanco sobre el césped y el hielo revistió de plata todos los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a que viniese a pasar una temporada con ellos. El viento del Norte aceptó y vino. Estaba envuelto en pieles. Bramaba durante todo el día por el jardín, derribando a cada momento chimeneas.

-Éste es un sitio delicioso -decía- Invitemos también al granizo.

Y llegó asimismo el granizo. Todos los días, durante tres horas, tocaba el tambor sobre la techumbre del castillo, hasta que rompió muchas pizarras. Entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín, lo más de prisa que pudo. Iba vestido de gris y su aliento era de hielo.

-No comprendo por qué la primavera tarda tanto en llegar -decía el gigante egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín blanco y frío-. ¡Ojalá cambie el tiempo!

Pero la primavera no llegaba ni el verano tampoco. El otoño trajo frutos de oro a todos los jardines, pero no dio ninguno al del gigante.

-Es demasiado egoísta -dijo.

Y era siempre invierno en casa del gigante, y el viento del Norte, el granizo, el hielo y la nieve danzaban en medio de los árboles.

Una mañana el gigante, acostado en su lecho, pero despierto ya, oyó una música deliciosa. Sonó tan dulcemente en sus oídos, que hizo imaginarse que los músicos del rey pasaban por allí. En realidad, era un pardillo que cantaba ante su ventana; pero como no había oído a un pájaro en su jardín hacía mucho tiempo, le pareció la música más bella del mundo. Entonces el granizo dejó de bailar sobre su cabeza y el viento del Norte de rugir. Un perfume delicioso llegó hasta él por la ventana abierta.

-Creo que ha llegado al fin la primavera -dijo el gigante.

Y saltando del lecho se asomó a la ventana y miró. ¿Qué fue lo que vió?

Pues vio un espectáculo extraordinario. Por una brecha abierto en el muro, los niños habíanse deslizado en el jardín encaramándose a las ramas. Sobre todos los árboles que alcanzaba él a ver había un niño, y los árboles sentíanse tan dichosos de sostener nuevamente a los niños, que se habían cubierto de flores y agitaban graciosamente sus brazos sobre las cabezas infantiles. Los pájaros revoloteaban de unos para otros cantando con delicia, y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era un bonito cuadro. Sólo en un rincón, en el rincón más apartado del jardín, seguía siendo invierno. Allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, que no había podido llegar a las ramas del árbol y se paseaba a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol estaba aún cubierto de hielo y de nieve, y el viento del Norte soplaba y rugía por encima de él.

-Sube ya, muchacho -decía el árbol. Y le alargaba sus ramas, inclinándose todo lo que podía, pero el niño era demasiado pequeño.

El corazón del gigante se enterneció al mirar hacia afuera.

«¡Qué egoísta he sido! -pensó-. Ya sé por qué la primavera no ha querido venir aquí. Voy a colocar a ese pobre pequeñuelo sobre la cima del árbol, luego tiraré el muro, y mi jardín será ya siempre el sitio de recreo de los niños.»

Estaba verdaderamente arrepentido de lo que había hecho.

Entonces bajó las escaleras, abrió nuevamente la puerta y entró en el jardín. Pero cuando los niños le vieron, se quedaron tan aterrorizados que huyeron y el jardín se quedó otra vez invernal. Únicamente el niño pequeñito no había huído porque sus ojos estaban tan llenos de lágrimas que no le vio venir. Y el gigante se deslizó hasta él, le cogió cariñosamente con sus manos y lo depositó sobre el árbol. Y el árbol inmediatamente floreció, los pájaros vinieron a posarse y a cantar sobre él y el niñito extendió sus brazos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó.

Y los otros niños, viendo que ya no era malo el gigante, se acercaron y la primavera los acompañó.

-Desde ahora éste es vuestro jardín, pequeñuelos -dijo el gigante.

Y cogiendo un martillo muy grande, echó abajo el muro.

Y cuando los campesinos fueron a mediodía al mercado, vieron al gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que pueda imaginarse.

Estuvieron jugando durante todo el día, y por la noche fueron a decir adiós al gigante.

-Pero ¿dónde está vuestro compañerito? -les preguntó-. ¿Aquel muchacho que subí al árbol?

A él era a quien quería más el gigante, porque le había abrazado y besado.

-No sabemos -respondieron los niños-; se ha ido.

-Decidle que venga mañana sin falta -repuso el gigante.

Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y hasta entonces no le habían visto nunca.

Y el gigante se quedó muy triste. Todas las tardes a la salida del colegio venían los niños a jugar con el gigante, pero éste ya no volvió a ver el pequeñuelo a quien quería tanto. Era muy bondadoso con todos los niños, pero echaba de menos a su primer amiguito y hablaba de él con frecuencia.

-¡Cómo me gustaría verle! -solía decir.

Pasaron los años y el gigante envejeció y fue debilitándose. Ya no podía tomar parte en los juegos; permanecía sentado en un gran sillón viendo jugar a los niños.

-Tengo muchas flores bellas -decía-; pero los niños son las flores más bellas.

Una mañana de invierno, mientras se vestía, miró por la ventana. Ya no detestaba el invierno; sabia que no es sino el sueño de la primavera y el reposo de las flores.

De pronto se frotó los ojos, atónito, y miró con atención. Realmente era una visión maravillosa. En un extremo del jardín había un árbol casi cubierto de flores blancas. Sus ramas eran todas de oro y colgaban de ellas frutos de plata; bajo el árbol aquél estaba el pequeñuelo a quien quería tanto.

El gigante se precipitó por las escaleras lleno de alegría y entró en el jardín. Corrió por el césped y se acercó al niño. Y cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:

-¿Quién se ha atrevido a herirte?

En las palmas de la mano del niño y en sus piececitos veíanse las señales sangrientas de dos clavos.

-¿Quién se ha atrevido a herirte? -gritó el gigante- Dímelo. Iré a coger mi espada y le mataré.

-No -respondió el niño-, éstas son las heridas del Amor.

-¿Quién eres tú? -dijo el gigante. Un temor respetuoso le invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeñuelo.

Y el niño sonrió al gigante y le dijo:

-Me dejaste jugar una vez en tu jardín. Hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.

Y cuando llegaron los niños aquella tarde encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de flores blancas".

Oscar Wilde (El gigante egoísta)


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  • 2 semanas después...

Parece que se ha parado el hilo.
Mi humilde aportación es una cita que explicita la filosofía popular de Sancho:

¡Ay!, dijo Sancho. ¡Y cómo está vuestra merced lastimado de esos cascos! Pues dígame, señor, ¿piensa vuestra merced caminar este camino en balde, y dejar pasar y perder un tan rico y tan principal casamiento como éste, donde le dan en dote un reino que a buena verdad que he oído decir que tiene más de veinte mil leguas de contorno, y que es abundantísimo de todas las cosas que son necesarias para el sustento de la vida humana, y que es mayor que Portugal y Castilla juntos? Calle, por amor de Dios, y tenga vergüenza de lo que ha dicho, y tome mi consejo, y perdóneme, y cásese luego en el primer lugar que haya cura; y si no ahí está nuestro licenciado que lo hará de perlas. Y advierta que ya tengo edad para dar consejos, y que éste que le doy le viene de molde, que más vale pájaro en mano que buitre volando, porque quien bien tiene y mal escoge, por bien que se enoje no se venga.


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  • 4 semanas después...

Estoy actualmente con Las aventuras de Huckleberry Finn. Llevo una 60 páginas y no he podido resistir la tentación de poner aquí este delicioso pasaje... Imposible leerlo sin una sonrisa en la boca.

"Fuimos a una mata de arbustos y Tom hizo que todo el mundo jurase mantener el secreto, y después les enseñó un agujero en el cerro, justo en medio de la parte más espesa de los arbustos. Después, encendimos las velas y entramos a cuatro patas. Recorrimos unas doscientas yardas y después la cueva se abrió. Tom estudió los pasadizos y en seguida se metió debajo de una pared donde no se notaba que había un agujero.

Pasamos por un sitio muy estrecho y salimos a una especie de sala, toda húmeda, sudorosa y fría, y allí nos paramos. Entonces va Tom y dice:

–Ahora vamos a fundar una banda de ladrones que se llamará la Banda de Tom Sawyer. Todo el que quiera ingresar tiene que hacer un juramento y escribir su nombre con sangre.

Todos querían. Entonces Tom sacó una hoja de papel en la que había escrito el juramento y lo leyó. Cada uno de los chicos juraba ser fiel a la banda y no contar nunca ninguno de sus secretos, y si alguien le hacía algo a algún chico de la banda, el chico al que se le ordenara matar a esa persona y su familia tenía que hacerlo, y no podía comer ni dormir hasta haberlos matado a todos y marcarles con el cuchillo una cruz en el pecho, que era la señal de la banda. Nadie que no perteneciese a la banda podía utilizar esa señal, y si lo hacía había que denunciarlo, y si volvía a hacerlo, había que matarlo. Y si alguien que pertenecía a la banda contaba los secretos, había que cortarle el cuello y después quemar su cadáver, tirar las cenizas por todas partes y borrar su nombre de la lista con sangre, y nadie de la banda podía volver a mencionar su nombre, sino que quedaba maldito y había que olvidarlo para siempre.

Todo el mundo dijo que era un juramento estupendo y le preguntó a Tom si se lo había sacado de la cabeza. Dijo que sólo una parte, pero que el resto lo había sacado de libros de piratas y de ladrones y que todas las bandas de buen tono tenían un juramento.
Algunos pensaron que estaría bien matar a las familias de los chicos que contaran los secretos. Tom dijo que era una buena idea, así que sacó un lápiz y la escribió. Entonces va Ben Rogers y dice:

–Pero está Huck Finn, que no tiene familia; ¿qué haríamos con él?

–Bueno, ¿no tiene un padre? ––preguntó Tom Sawyer.

–Sí, tiene padre, pero últimamente no lo encuentra nadie. Antes estaba siempre borracho con los cerdos en las tenerías, pero hace un año o más que no lo ve nadie.

Siguieron hablando del tema, y me iban a dejar fuera de la banda, porque decían que cada chico tenía que tener una familia o alguien a quien matar, porque si no, no sería justo para los demás. Bueno, a nadie se le ocurría nada que hacer; todos estaban callados y pensativos. Yo estaba por echarme a llorar, pero en seguida se me ocurrió una salida y les ofrecí a la señorita Watson: podían matarla a ella. Todos dijeron:

–Ah, estupendo. Eso está muy bien. Huck puede ingresar.

Después todos se clavaron un alfiler en un dedo para sacarse sangre para la firma y yo dejé mi señal en el papel.

–Bueno –va y dice Ben Rogers–, ¿a qué se va a dedicar esta banda?

–Nada más que robos y asesinatos –dijo Tom.

–Pero, ¿qué vamos a robar? Casas o ganado, o...

–¡Bah! Robar ganado y esas cosas no es robar de ver dad; ésos son cuatreros –va y dice Tom Sawyer–. No somos cuatreros. Eso no resulta elegante. Somos salteadores de caminos. Paramos las diligencias y los coches en la carretera, con las máscaras puestas, y matamos a la gente y les quitamos los relojes y el dinero.

– ¿A la gente hay que matarla siempre?

–Pues claro. Es lo mejor. Algunas autoridades no están de acuerdo, pero en general se considera que lo mejor es matar a todos... salvo a algunos que se pueden traer aquí a la cueva y tenerlos hasta que queden rescatados.

-¿Rescatados? ¿Qué es eso?

–No lo sé. Pero eso es lo que hacen. Lo he visto en los libros, así que desde luego es lo que tenemos que hacer nosotros.

–Pero, ¿cómo vamos a hacerlo si no sabemos lo que es?

–Bueno, maldita sea, tenemos que hacerlo. ¿No os he dicho que está en los libros? ¿Queréis hacerlo distinto de los libros y que salga todo al revés?

–Bueno, Tom Sawyer, eso está muy bien decirlo, pero, ¿cómo diablos van a quedar rescatados esos tipos si no sabemos cómo se hace? Eso es lo que me gustaría saber a mí. ¿Qué crees tú que es?

–Bueno, no sé. Pero a lo mejor si nos quedamos con ellos hasta que queden rescatados significa que nos tenemos que quedar con ellos hasta que se hayan muerto.

–Bueno, algo es algo, es una respuesta. ¿Por qué no podías haberlo dicho antes? Nos los quedamos hasta que se queden muertos de un rescate, y vaya una pesadez que van a resultar: comiéndolo todo y tratando de escaparse todo el tiempo.

–Qué cosas dices, Ben Rogers. ¿Cómo van a escaparse cuando hay un guardia que los vigila dispuesto a pegarles un tiro si mueven un dedo?

–¡Un guardia! Ésa sí que es buena. O sea que alguien tiene que quedarse sentado toda la noche sin dormir nada, sólo para vigilarlos. Me parece una bobada. ¿Por qué no podemos darles un garrotazo y que se queden rescatados en cuanto los traigamos?

–Porque no es lo que dicen los libros, por eso. Vamos, Ben Rogers, ¿quieres hacer las cosas bien o no? De eso se trata. ¿No crees que la gente que ha escrito los libros sabe lo que está bien hacer? ¿Crees que tú vas a enseñarles algo? Ni mucho menos. No, señor, vamos a rescatarlos como está mandado.

–Bueno. Me da igual; pero de todas maneras digo que es una tontería. Oye, ¿matamos también a las mujeres?

–Mira, Ben Rogers, si yo fuera tan ignorante como tú trataría de disimularlo. ¿Matar a las mujeres? No; nadie habrá visto nada parecido en los libros. Las traes a la cueva y te portas con ellas de lo más fino del mundo, y poco a poco se enamoran de ti y ya no quieren volver a sus casas.

–Bueno, si es así, estoy de acuerdo, pero tampoco me dice mucho. En seguida tendremos la cueva tan llena de mujeres y de tipos esperando al rescate que no quedará sitio para los ladrones. Pero adelante, no tengo nada que decir.

El pequeño Tommy Barnes ya se había dormido, y cuando lo despertaron tenía miedo, se echó a llorar y dijo que quería volver a su casa con su mamá y que ya no quería ser bandido.

Así que todos se rieron mucho de él, y cuando lo llamaron llorón él se enfadó y dijo que iba a contar todos los secretos. Pero Tom fue y le dio cinco centavos para que se callase y dijo que todos nos íbamos a casa y nos reuniríamos la semana que viene para robar a alguien y matar a alguna gente.

Ben Rogers dijo que no podía salir mucho, sólo los domingos, así que quería empezar el domingo que viene; pero todos los chicos dijeron que estaría muy mal hacerlo en domingo, y se acabó la discusión. Decidieron reunirse para determinar la fecha en cuanto pudieran y después elegimos a Tom Sawyer primer capitán y a Joe Harper segundo capitán de la banda y nos fuimos a casa."

Mark Twain (Las aventuras de Huckleberry Finn)


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